lunes, 4 de marzo de 2013

ROSA CARAMELO

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Rosa Caramelo

Había una vez…
En el país de los elefantes y las elefantas…, una manada en la que las elefantas eran suaves como el terciopelo, tenían los ojos grandes y brillantes, y la piel de color rosa caramelo. Todo esto se debía a que, desde el mismo día de su nacimiento, las elefantas sólo comían anémonas y peonías. Y no era que les gustaran estas flores: las anémonas, y todavía peor, las peonías, tienen un sabor malísimo. Pero eso sí, dan una piel suave y rosada y unos ojos grandes y brillantes.
Las anémonas y las peonías crecían en un jardincillo vallado. Las elefantas vivían allí y se pasaban el día jugando entre ellas y comiendo flores.
“Pequeñas”, decían sus papás, “tenéis que comeros todas las peonías y no dejar ni una sola anémona, o no os haréis tan suaves y tan rosas como vuestras mamás, ni tendréis los ojos tan grandes y brillantes, y cuando seáis mayores, ningún guapo elefante querrá casarse con vosotras”.
Para volverse más rosas, las elefantitas llevaban zapatitos color de rosa, cuellos color de rosa y grandes lazos color de rosa en la punta del rabo.
Desde su jardincillo vallado, las elefantitas veían a sus hermanos y a sus primos, todos de un hermoso color gris elefante, que jugaban por la sabana, comían hierba verde y fresca, se duchaban en el río, se revolcaban en el lodo y hacían la siesta debajo de los árboles.
Sólo Margarita, entre todas las pequeñas elefantas, no se volvía ni un poquito rosa, por más anémonas y peonías que comiera.
Esto ponía muy triste a mamá elefanta y hacía enfadar a papá elefante. “Vamos, Margarita”, le decían, “por qué sigues con ese horrible color gris, que sienta tan mal a una elefantita? ¿Es que no te esfuerzas? ¿Es que eres una niña rebelde? ¡Mucho cuidado, Margarita, porque si sigues así no llegarás a ser nunca una hermosa elefanta!”Y Margarita comía y comía anémonas y peonías para que sus papás estuvieran contentos.
Pero pasó el tiempo, y Margarita no se volvió de color rosa. Su papá y su mamá perdieron poco a poco la esperanza de verla convertida en una elefanta guapa y suave, de ojos grandes y brillantes. Y decidieron dejarla en paz.
Y un buen día, Margarita, feliz, salió del jardincillo vallado. Se quitó los zapatitos, el cuello y el lazo de color rosa. Y se fue a jugar sobre la hierba alta, entre los árboles de frutos exquisitos y en los charcos de barro.
Las otras elefantitas la miraban desde su jardín. El primer día, aterradas. El segundo día, con desaprobación. El tercer día, perplejas. Y el cuarto día, muertas de envidia. Al quinto día las elefantitas más valientes empezaron a salir una tras otra del vallado. Y los zapatitos, los cuellos y los bonitos lazos rosas quedaron entre las peonías y las anémonas.
Después de haber jugado en la hierba, de haber dormido a la sombra de los grandes árboles, ni una sola elefantita quiso volver nunca jamás a llevar zapatitos, ni a comer peonías o anémonas, ni a vivir dentro de un jardín vallado.
Y desde entonces, es muy difícil saber, viendo jugar a la pequeña manada, saber cuáles son elefantes y cuáles son elefantas.
¡Se parecen tanto!

FIN

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